domingo, 6 de septiembre de 2009

Pequeño colibrí.

Ayer volvió a llover; esta vez con una lluvia más finita, parecían agujas caídas del cielo. Estuve parado mirando desde la puerta de la casa- que más que casa parece un laboratorio de pinturas y algunos cuadros que nunca se exhibieron- observaba detenidamente mis cuatro cerros que ya conocen por medio de estas cartas y confesiones y pensé: quizá no aguante la tarde tanta tristeza después que cese la lluvia si nunca verdean estos cerros, -¡ay Dios, cómo me gusta el olor del campo!

A veces pienso en ella como la tibieza de ese campo cediéndome el refugio, arrancándome esta tristeza personal que se incrusta en mi cabeza y en mi pecho cuando cesa la lluvia, pienso en sus ojos que me inundan como mar, en esos ojos que quizá los han curtido la costumbre, -miren que la comparo hasta con los veranos que nunca llegaron en alguna parte del Perú- y pienso en mis destierros y en su última oración.

Aún no tengo una figura completa de ella y tal vez sea porque me gusta refugiarme en el olvido de la gente porque tengo miedos; pero ahora estoy dispuesto a desatar estos miedos hasta de mis zapatos, quiero besar las manos de un niño, de un anciano; quiero besar sus manos también para sentir incendiarme de esperanza como un pequeño bosque, hasta alcanzar su imagen: mi pequeña semejanza.

Ya son las dos de la tarde y todo parece el descanso de un pájaro al borde del crepúsculo, septiembre cae a todas prisas, con menos invierno, y necesito terminar esta carta o esta confesión que he de mandársela con urgencia para que sepa cómo son mis tardes aquí en Lima, a cientos de kilómetros donde ella debe estar abrigada cuando hace frio.

Ahora mi única resolución es mi dulce Caro. Mientras observo la humarada tranquila de una cabaña; veo a una niña jugando en el charco de agua que ha dejado la lluvia y sus tristezas; sus ojos parecen anidarse al silencio, parece una mariposa bebiendo las lágrimas que el cielo ha dejado caer. A veces pienso que así es ella después de todas las tardes lluviosas pero temo ilusionarme con mis especulaciones; sin embargo; así la pienso.

Pronto volveré al parque a observarla en el vuelo de los pequeños colibríes mientras estamos distantes, mientras la luz cae redonda a mis manos, como en rodajas, en poquitas cantidades, medio tormentosa.

¡Ay Carolyn, pero esta luz que cae a mis manos es realmente tibia, muy tibia!


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